Por Alejandro Pantoja Caltenco
Lo que gira alrededor de la cinta Mi último amigo (2015) es problablemente más interesante que el filme mismo, o en su defecto, es la historia detrás la que le otorga su atractivo, un atrayente que pensándolo bien, puede incluso ser un tanto morboso. Este proyecto se trata de un trabajo sumamente personal por parte de su autor, el director brasileño de origen argentino Hector Babenco, quien se había enfrentado al cáncer casi perdiendo la batalla. Tristemente, un año después de estrenada la película, el creador perdió la guerra.
Evidentemente, al quedar muy marcado por la experiencia optó por narrar sus vivencias y su sentir a través de lo que más le gusta, el cine. En este caso, no considero que sea muy necesario hacer mención de una sinopsis formal, ya que es básicamente lo dicho con anterioridad, con la diferencia de que quien interpreta a su alter ego es Willem Dafoe. A todo esto, la sazona con elementos de fantasía, (incluso un tanto filosóficos) sobre su estado, su imaginación y el cuestionamiento aceca de qué será lo que encontraremos una vez que la muerte pase a recogernos.
En cuanto a esto último, no esconde la influencia que utiliza para poder hacer tangible estas ideas y su encuentro cercano con la muerte. Ingmar Bergman es un director muy reconocido en la historia del séptimo arte contando con una basta filmografía que lo respalda, pero por ahora, la que nos incumbe es El séptimo sello (1957). Aquí, el director sueco presenta la historia de un caballero que, durante la peste negra, reta a la muerte a un partido de ajedrez con el afán de evitar ser llevado, o por lo menos, comprar más tiempo.
Tanto el director como su alter ego seguro vieron el filme de Bergman y ambos, ya en el momento debido, se animaron a invitarle un juego a su visitante. Diego, el alter ego, manifiesta que aún no quiere irse, ya que desea realizar una última película. Aunque es una cinta sobre la muerte, de igual forma es sobre la vida, tal vez más, un canto hacia ella. Una celebración en la que caben los dramas y malos pasajes, tal vez incluso siendo esos la mayoría, pero quedan los buenos momentos de alegría y gozo, o tan solo de paz.
Algo que entra dentro de estas últimas categorías, es la amistad. Durante su tratamiento, Diego forja una bella e inocente compañerismo con un niño que se encuentra en una situación similar a él. Esta amistad les brinda energía a ambos, así como imaginación; una amistad donde no importa la edad y que, aunque los dos se encuentren en estados críticos, los hace sentir vivos como hace mucho tiempo no sentían (por lo menos el cineasta). Esto hace recordar otra historia sobre un hombre con un encuentro cercano al deceso, ¡Qué bello es vivir! (1946) de Frank Capra. Por el momento, únicamente la traeré a colación por una carta que hace su aparición al final del filme, la cual cito:
“Querido, George: Recuerda, ningún hombre con amigos es un fracaso.”
Ya casi terminando, realmente no hay forma de conocer el proceso de partir hasta que nuestro designado chofer pasa por nosotros, pero parece que Hector Babenco logró hacerse de amistad incluso con su guía, cosa difícil, siendo éste famoso por no soler dar aplazamientos. Basándonos en lo dicho por él mismo en su largometraje, Hector Babenco tuvo la oportunidad de partir sin pendientes pudiendo concluir de narrar su última aventura.
La película puede no llegar a ser la gran cosa, pero propone una idea interesante que además, es contada por alguien que lo vivió de primera mano y es representada por un actor que siempre deja memorables interpretaciones a su paso. Mi último amigo se queda con 4 vidas de 7.